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Nombre: Carola
Ubicación: Montreal, Canada

When my father passed away, it was as if all the colors disappeared, and my life suddenly became a dark, hollow spot. Then many months later on a cold, gray winter morning day I jumped in an earlier bus in Ave du Parc. The bus driver was singing out loud, coming up with new, impromptu songs as we passed by streets and intersections, and passengers just started to smile and rejoice. I smiled, too. And that’s when I realized that sometimes we all just need to jump in a singing bus. Life is full of free, amazing little moments and in Le bus qui chante I try to share all those little miracles that sometimes just appear in my days.

martes, mayo 15, 2007

Reflexiones en el metro sobre la igualdad en el hogar



En las mañanas que tomo el metro para ir a mi trabajo, me ubico en los vagones designados sólo para mujeres. La promiscuidad que implica el apretujarse unas como otras no se siente tan ofensiva cuando la nalga contra la que se presiona la tuya es de otra mujer y no de un hombre, que goza secretamente con el apretón. Sin embargo, no por estar en los vagones “apartados” se viaja con más comodidad. Las usuarias empujamos, desordenamos, damos de codazos y pasamos el viaje ahogándonos por el calor y enfrentando molestias que deberíamos poder ahorrarnos, como el peso excesivo de nuestras bolsas y los malabares que muchas tienen que hacer para permanecer de pie sin perder el equilibrio y mientras transformarse gracias al maquillaje.

De las bolsotas salen cucharitas para enchinarse las pestañas, rímel que se bombea incesantemente echándolo inevitablemente a perder, lipsticks baratos y de mala calidad, espejitos redondos que en el reverso son cepillos, etc. Muchas traen el clásico tubo para hacerse un copete que ya hace muchos años pasó de moda. Yo, que soy una voyeur aficionada, las miro mientras con la boca muy abierta se aplican una y otra vez la mascara y se estiran despiadadamente las pestañas con la cucharita. Pienso.
Pienso: que es un orgullo tener un trabajo y salir todos los días a ser dueñas de nuestro propio dinero y organizar nuestras vidas con cierta independencia. Que la realidad superó hace mucho el viejo mito de que mientras el hombre trabaja, la mujer debe repartir el dinero que éste le entrega, como mejor convenga en el hogar. Me da gusto que las reinas de la casa sean ahora princesas en su oficina... aunque luego luego salgo de mi ensueño, y pienso también en que muchas de las asalariadas en sus trabajos, son a la vez cuasi esclavas en sus casas.

Imaginemos un escenario por demás clásico:El marido ya ha aceptado que hace falta dinero extra en la casa, y se alegra de que la esposa entre a trabajar. Los hijos ya saben que no verán a la madre a la hora de la comida. Pero el esposo no coopera en la limpieza de la casa, y los hijos exigen que se estire el tiempo para que a su regreso la madre los ayude en sus tareas, prepare la cena, los bañe y los acueste.
Prácticamente las mujeres que veo en el metro trabajan todos los días dos jornadas sin falta. ¿Habrá un hogar en el que las tareas domésticas se repartan en un justo 50-50?

La trampa es cuando la mujer independizada y felizmente autónoma encarga al hombre una simple labor que su mamá –la del hombre- nunca le enseñó a realizar –al hombre- . El hombre intenta cooperar, pensando que es increíble y admirablemente condescendiente. Quema su camisa. La mujer se horroriza, le lanza una mirada que quiere decir algo así como “eres un inútil quemacamisas” y le arrebata la plancha y termina esa camisa y la que sigue y la que sigue. “Prefiero hacerlo yo a tardar horas en explicarle”, dicen.
La mujer, falsamente liberada, trabaja las mismas ocho o nueve horas de la jornada diaria al igual que su pareja, y cuando llega a su casa desea organizarlo todo y sin darse cuenta es ya el final del día y está terriblemente cansada. No se lo explica, si el hombre está tan contento viendo la televisión y también salió rumbo al trabajo a las seis de la mañana.
Ahora que también están las féminas que no toman el metro ni salen a trabajar. A ellas ni quién les discuta que son las reinas de la casa. Administran sabiamente el dinero que el marido trabajador lleva al hogar, más o menos en los términos planteados cuando intercambiaron las arras en la iglesia. Estas reinas dependen del dinero que les otorgan hasta para poder salir a la esquina y comprarse una paleta. Desplazarse del castillo cuesta dinero, por lo que es necesario que el marido lo brinde o solicitárselo, previa explicación. Surgen entonces las pláticas del “ayer te di dos cincuenta para el micro. No fuiste ni a la esquina, qué hiciste entonces con el dinero?” Ay, las reinas tienen todo el día para sí mismas. Lástima que un día no se aproveche igual cuando no cuentan con recursos propios para llevar a cabo sus actividades. (lavar y planchar, por supuesto, son dos que nunca se quedan sin presupuesto)