Preguntando se llega en Veracruz
Por fin cayó un puente y rápidamente me dirigí a Xalapa. Sin chance de sonsacar a nadie me fui sola, y me la pasé de lo más bien. Próximamente subiré algunas fotos, en cuanto sepa cómo salieron ya que sigo sin comprar una cámara digital, duh!!!! (lo sé, no encajo en esta época tech)
Fueron solamente tres días y hasta me sentí tentada a comprar una panadería e instalarme en Coatepec. Me falta mucho por conocer de ese bello estado y espero ir haciéndolo muy pronto. Su capital, además de hermosa y acogedora, parece invitar a sus habitantes a relajarse y no tomarse la vida tan en serio. La tarde del sábado bajó la niebla hasta el ágora de la ciudad, en donde muchísima gente se había dado cita para tomar el fresco en alguna de las bancas, mientras a nuestro alrededor, dada la niebla y la puesta de sol, el ambiente se veía como morado, casi fantástico.
Por consejo de un taxista fui a conocer el municipio de Xico, que es absolutamente verde y en donde se pueden visitar unas cascadas espectaculares si se caminan unos seis kilómetros que incluyen la ida y el regreso, una bajada -y después subida- empedrada rodeada de plantas de café y de plátano. Para bajar el desayuno (que fue la única comida que hice en el día dadas las ganas de ir a todas partes), me aventé la caminata, la visita a las cascadas y todo con el adrenalinazo del kilo de granos de café cubiertos de chocolate que me fui comiendo. Entre eso, el calor húmedo y el agotamiento, casi me fui flotanto hasta el río.
Nunca como antes me había sentido tan tentada a botar la vida de ciudad y tener una casita con plantas exhuberantes y de todo tipo de bichos en el jardín. En uno de los muchos de camiones que tomé hacia los pueblitos, conocí a dos chavos que llevan como cuatro años rolando por el país gracias a la venta de flores hechas con origami, y que están haciendo una parada de varios meses en Vera dado que ahí se la pasan de lo mejor.
Uno de ellos me contó algo que casi me mata de la risa: "Cuando estuve en la sierra, un buen día dejaron de picarme los mosquitos. Mi piel cambió y se hizo más resistente. Mi vista comenzó a abarcar distancias insospechadas, al no estar encerrada dentro del poco espacio que nos permiten ver los edificios de la ciudad. Hice mi propia harina, bajaba frutos de los árboles y comprendí que el hombre sólo debe dedicarle al trabajo el natural poco tiempo que antes le tomaba a nuestros antepasados bajar la fruta del árbol. Comprendí, sí, el sentido de la vida". En ese punto y con la boca abierta ante tanta filosofía, le pregunté cuánto tiempo hubo de vivir en la sierra para que pasara todo eso. "Doce días", me contestó. En ese momento mi boca se abrió aún más para soltar mejor las carcajadas. Le creo, por supuesto. Pero pensé que me diría que muchos meses, años o algo así.
Fueron solamente tres días y hasta me sentí tentada a comprar una panadería e instalarme en Coatepec. Me falta mucho por conocer de ese bello estado y espero ir haciéndolo muy pronto. Su capital, además de hermosa y acogedora, parece invitar a sus habitantes a relajarse y no tomarse la vida tan en serio. La tarde del sábado bajó la niebla hasta el ágora de la ciudad, en donde muchísima gente se había dado cita para tomar el fresco en alguna de las bancas, mientras a nuestro alrededor, dada la niebla y la puesta de sol, el ambiente se veía como morado, casi fantástico.
Por consejo de un taxista fui a conocer el municipio de Xico, que es absolutamente verde y en donde se pueden visitar unas cascadas espectaculares si se caminan unos seis kilómetros que incluyen la ida y el regreso, una bajada -y después subida- empedrada rodeada de plantas de café y de plátano. Para bajar el desayuno (que fue la única comida que hice en el día dadas las ganas de ir a todas partes), me aventé la caminata, la visita a las cascadas y todo con el adrenalinazo del kilo de granos de café cubiertos de chocolate que me fui comiendo. Entre eso, el calor húmedo y el agotamiento, casi me fui flotanto hasta el río.
Nunca como antes me había sentido tan tentada a botar la vida de ciudad y tener una casita con plantas exhuberantes y de todo tipo de bichos en el jardín. En uno de los muchos de camiones que tomé hacia los pueblitos, conocí a dos chavos que llevan como cuatro años rolando por el país gracias a la venta de flores hechas con origami, y que están haciendo una parada de varios meses en Vera dado que ahí se la pasan de lo mejor.
Uno de ellos me contó algo que casi me mata de la risa: "Cuando estuve en la sierra, un buen día dejaron de picarme los mosquitos. Mi piel cambió y se hizo más resistente. Mi vista comenzó a abarcar distancias insospechadas, al no estar encerrada dentro del poco espacio que nos permiten ver los edificios de la ciudad. Hice mi propia harina, bajaba frutos de los árboles y comprendí que el hombre sólo debe dedicarle al trabajo el natural poco tiempo que antes le tomaba a nuestros antepasados bajar la fruta del árbol. Comprendí, sí, el sentido de la vida". En ese punto y con la boca abierta ante tanta filosofía, le pregunté cuánto tiempo hubo de vivir en la sierra para que pasara todo eso. "Doce días", me contestó. En ese momento mi boca se abrió aún más para soltar mejor las carcajadas. Le creo, por supuesto. Pero pensé que me diría que muchos meses, años o algo así.
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